martes, 24 de febrero de 2009

Un buen viento derribaría esos árboles



Edward Munch, "Mujer en la ribera del río"

El reflejo del sol sobre el mar hacía que sus ojos se vieran más claros. No supe nunca si en realidad eran verdes o amarillos. No fumaba, pero encendió un cigarro con una tos violenta. –Un buen viento derribaría esos árboles–, dijo. Me di cuenta que no existía nada que impidiera que eso sucediera. Aunque no me importó mucho. Le pregunté que cuánto tiempo llevaba viviendo en la isla. Me vio a los ojos, como si quisiera hacer énfasis en la seriedad de su respuesta: –vi una vez cómo un árbol cayó sobre un carro, toda la gente gritaba bajo la lluvia, pero el piloto no murió–. Dejó de verme y fumó con mucha propiedad. –No recuerdo, fue hace mucho que vine–. Pensé que era difícil encontrar en el escaso mundo de conocidos alguien con esos ojos. –En realidad recuerdo, pero no quiero decirte. Fue hace mucho. Sería tonto que no recordara–.
Entonces yo me hubiera abalanzado sobre ella para abrazarla, y para sentir mi peso contra el suyo en la arena. En vez de eso pregunté por qué los libros eran tan baratos allí y me volvió a ver a los ojos, como haciéndome sentir lo tonto que era para desviar una conversación. Una imagen que por un momento se puso frente a los dos. Un pequeño sueño. El sol sobre el mar daba un color extraño a sus ojos.

martes, 17 de febrero de 2009

No. Ninguna idea. Ningún principio de pensamiento lógico del que pueda sacarse una historia.

Un poema. Nada.
“Uno debe leer el Ulises de James Joyce como un bautista ciego lee el Antiguo Testamento: con fe”. Faulkner.
Sólo dudas hay. No hay fe,

nunca hubo tan poca fe.


Es absurdo pensar que el sudor vale la pena
si se usa para escribir un poema.

Algún día quizá deje de querer escribir
no sé si quiero escribir
escribiré.


viernes, 6 de febrero de 2009

“El asesino sabe más de amor que el poeta”
Sabina

Pienso en el significado de la obsesión mientras veo el cuchillo manchado con la sangre de ella.

“El asesino sabe más de amor que el poeta”. En realidad,
toda persona que sepa de amor es, en cierta forma,
un
asesino.

No leo lo suficiente para ser poeta.
En realidad no pude ni siquiera dormir a mi chucho
cuando se estaba muriendo.
Apenas soy un Carlos, como todos,
los Carlos del mundo
con un cuchillo inservible entre las manos
mordiendo la ira de los justos.

La estatua no puede sangrar.
Los ojos de la estatua apenas pueden derrochar una lágrima insomne.


Alguien toca la puerta y el cuchillo hace un ruido metálico
al estrellarse contra el piso reluciente, recién trapeado,
recién limpio de la sangre de ella.

miércoles, 4 de febrero de 2009



Un susurro. Una noche blanca, del mismo color del cadáver del centro de la sala. Sí. Un cadáver blanco en el centro de la sala. Como recién maquillado. Como recién inventado por una imaginación carente del sentido del fracaso. Todos voltean. Todos saben que no existe, y sin embargo ahí esta, acompañando las copas que se chocan entre risas estúpidas e historias de ese bar oscuro. La invención del cerebro de un niño temeroso de la muerte.

Todo sucede en la orilla de la mitad de la noche. Lam pega un jalón al cigarro y dice que se refugiará entre los libros. Entre las películas y los libros para no verla. La música deja poco espacio a la conversación. Una señora gorda baila con un joven borracho que despertará al día siguiente muy arrepentido. Lam confiesa que se gastó su indemnización en comprar libros nuevos de Bolaño y de Pessoa. Preguntan qué leo. Poco, como siempre. Faulkner, los diarios de Kafka, una obra perdida de Flaubert. El último libro que Flaubert dejó inconcluso. Zam se para en la mesa. Las señoras que están en la barra voltean a ver sólo un momento, y siguen bebiendo. Comienza a decir de memoria un poema de Mallarmé. Yo pienso que esa imagen ya se ha repetido varias veces. Los detectives, Los perros románticos, ambos libros de Bolaño. Un tipo del tamaño de una pared nos pide que nos vayamos. Pagamos la cuenta y salimos del bar, como tres hombres borrachos que no esperan nada de su vida. Alguien dijo que fuéramos a otro lado y vamos, compramos más cerveza (aún más cerveza) para continuar hablando de lo bueno que es Bukowski cuando uno está sentimentalmente alterado. Me fijo en los pies de la una chica que camina con sus amigos al otro lado de la calle. El acompañante se me queda viendo furioso y se aproxima a mí. Los tres estamos borrachísimos, esperando como espartanos fracasados a que los tipos lleguen. Esperando a que un guardaespaldas nos apunte al pecho sin que nos inmutemos. Esperamos la oportunidad para reírnos de la muerte.

Encontramos el cadáver de nuevo. Frente a nosotros un hombre muerto comienza a llenarse de hormigas. Alguien vomita. Yo le ofrezco mi hombro para que no se desplome sobre el muerto. Enciendo un cigarro. Seguimos caminando.