lunes, 25 de octubre de 2010

Había un rincón del salón al que la luz no llegaba como al resto. Estaba limitado por dos paredes divisorias que presagiaban una atención limitada. Se trataba de un grupo de artistas que tenían una formación similar. “Colectivo Azul”. Todos, según la invitación, se habían graduado de una escuela de arte poco conocida del sur de Buenos Aires. La fotografía del grupo mostraba a once jóvenes, tres mujeres y ocho hombres, con apariencia de tener fuertes vínculos de amistad. Se habían fotografiado en muebles de lujo, pero en medio del campo, entre los árboles y la maleza. Esteban llegó sin muchas expectativas, pues su experiencia curatorial le había enseñado a dudar de los grupos de artistas salidos de escuela. Paseó su mirada indiferente por cada uno de los cuadros, sin que ninguno lograra capturarlo. De repente, se fijó en el rincón opaco y lo descubrió perdido entre otras pinturas que recibían poca importancia: El viento del invierno en Urbina. A pesar de que su título sugería un cuadro frío, los colores eran cálidos y fuertes, que contrastaban con escasas variaciones de azul. Se trataba de la representación de un Apocalipsis sobre una ciudad. Los edificios y las casas estaban ridiculizados, dibujados con trazos muy gruesos y con colores irreales. Las calles tenían detalles bien trabajados, como grietas incandescentes que mostraban un fuego subterráneo. A pesar de eso, al cuadro le faltaba aún ser trabajado.

Entonces se sintió caer ante una fuerza impresionante. Sintió que caía en una espiral. El matiz rojo de las sombras de las casas de los últimos planos atravesaba hasta cierto punto su alma y se sentía poseído por una energía superior a cualquier impulso natural que hubiera sentido con anterioridad. Pasó así unos minutos, sin poder despegar la vista de la pintura. Técnicamente no era impecable. De hecho, era inferior a muchas de las pinturas de la exposición. Salió del salón un tanto aturdido y decidió no escribir la reseña hasta el día siguiente. Se excusó con el jefe de redacción y le entregó una columna que reseñaba un libro sobre arte escrito por un teórico francés con quien mantenía una relación postal. Al día siguiente, regresó a la galería. Esta vez encontró entre los cuadros a un joven artista integrante del grupo que exponía. Se dio cuenta de que él lo reconoció así que trató de evitarlo. No saludó a nadie. Sentía la necesidad de caer en las calles encendidas. Sentía cómo sus escrúpulos se incendiaban con la sed de la autodestrucción.