Sueñan los androides con ovejas eléctricas es una novela terriblemente triste. Es la visión caótica de la degradación humana:
luego de haber enfrentado una Guerra Mundial Terminal, la gente juega a
sobrevivir en lo que queda de un planeta destruido. La certeza de la extinción
de la especie se vuelve una forma cotidiana de vida. Una vida como un arácnido
con la mitad de sus patas amputadas, que suplica a los androides la oportunidad
de vivir.
Quienes se quedaron en la tierra y no
emigraron a Marte construyen su cotidianidad dentro una farsa: su ciudad, su
trabajo, su religión: su existencia. En esa realidad, el androide es la
consciencia del otro: el más pragmático de los sustitutos de lo humano. Al
igual que el maniquí y el espantapájaros, el androide tiene esa inquietante
actitud de inconsciencia condenatoria.
En este contexto,
Rick Deckart es un cazador de bonificaciones: un policía que se dedica a matar
androides “ilegales” en su distrito, para cobrar una recompensa.
Desde la
interrogante del título, la obra supone la asimilación del otro. El cuestionamiento
surge como un discurso apologético que justifica la existencia del ser humano
con su capacidad de soñar. Pero, ¿sueñan también ellos? Uno de los capítulos
que mejor representa esta pregunta es la escena en la que Rick Deckart tiene
relaciones sexuales con Rachael Rosen: la androide que finalmente mata a la
cabra nubia de Rick. Símbolo de la carcajada con la que lo artificial celebra
su victoria sobre lo humano.
La posesión de
animales en el futuro de Dick es un indicador del nivel socioeconómico de las
personas. El anhela de alimentar a un perro real, a una vaca, a un insecto.
Además de ostentar un indicador de clase, esa es la forma en la que los humanos
manifiestan su entonces patético aprecio a la vida.