viernes, 20 de junio de 2008

La gruta


<¿Cuánto tiempo nos queda?> Preguntó mientras yo descubría que el agua sobrepasaba su pecho. Respondí. El agua seguía cayendo desde la parte superior de la gruta, en medio de su cuerpo y del mío. Su caudal abría una brecha transparente y enorme. Límpida. Tal vez bella. El agua era el arma hermosísima que nos condenaba. Todo tema de conversación era ridículo ante la muerte cercana que hacía sonar su cuerno, en forma de un caudal pasivo que caía sobre nosotros. La oscuridad daba un brillo misterioso a sus ojos.

Dentro de mí, sabía que su rostro en realidad no existía. A lo lejos se escuchaba un fondo musical tenue. El agua seguía cayendo. Ahora sobre su cabeza pues había adelantado su rostro de forma furtiva. Su rostro. Ahora yo también sentía hambre y ella gritaba desolada, desde la garganta de aquella oscuridad inmune. El ruido era ensordecedor. Daba completa fe de la más desgraciada desolación. A penas y se lograba escuchar el piano. ¿Piano? Sí, sonaba un piano que tocaba solo a pesar de que la gruta estaba inmensa en el más desierto rincón de un lugar siniestro. O fuera de él. El piano tocaba solo entre la oscuridad y el agua. Ya había dejado de tener miedo y sentí sus labios húmedos tocar los míos. Ella no existía. No existe.

El caudal se hizo más fuerte. Sentí hambre, recuerdo el hambre y el frío. Es el recuerdo más vivo de aquella gruta insomne. El agua le llegaba hasta el cuello y se volvió a escuchar el sonido del piano que toca en medio de la nada. Reconocí: Schumann. Ahora el agua era roja y subía sobre su mentón con rapidez. Nada se lograba ver en aquel infierno pequeño pintado del color de su sangre. Tenía que ser Schumann.

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