jueves, 1 de octubre de 2009

Intruso

La habitación parece estar vacía. El techo la hace parecer más pequeña. El tambor pálido de la lluvia. La tarde cae. Sobre el escritorio se apilaban unos libros: La invención de Morel, Poemas de Miguel Hernández, El arte de la fuga y Maqroll. A excepción de un libro de Valéry, todos eran de autores nacidos en América Latina, como él, pensó Juan. Siguió caminando, bastaba recorrer con paso lento los tres metros que la comprendían. La computadora tenía polvo. No había llegado allí a encender la computadora ni a leer los títulos de los libros, así que se sentó sin mirar para atrás. Tenía hambre, pero recordó que el hambre era necesaria. Sintió un hálito de vida bajo sus pies. Le vino a la cabeza algo que había leído en un libro de cuentos de Saroyan: “Todas las cosas eternas en nuestras palabras”. Eso le hizo pensar en algo parecido a la felicidad, una felicidad inconcreta. Irreal. Casi inexistente. Al ahondar mucho, mucho dentro del hambre quizá se había concretado un poco de comprensión. No había que perder el tiempo. Sin embargo, abrió uno de los libros que no podía comprar. Se sentó. En el suelo había una pequeña pila de periódicos tan recientes como viejos. Las noticias no eran indiferentes, sino que estaban lejos de la verdadera realidad. Lejos de cualquier cosa que pudiera importar. Vio el reloj: ya quedaba poco tiempo así que se decidió a hacerlo de una vez. “nunca más” pensó, pero sintió los pasos de alguien que se aproximaba tras la puerta: ya no podía hacer nada. Los segundos subsecuentes fueron confusos. Sintió aproximarse los pasos, el dueño seguramente metía la llave en el cerrojo. Al voltear, la puerta ya estaba abierta y su rostro, imponente, se dibujaba con un gesto parecido a una sonrisa.