lunes, 24 de agosto de 2009

Borges: el lento crepúsculo



Hoy se cumplen 110 del nacimiento de Joge Luis Borges.

Es decir, hace 110 años que el mundo conoce a Borges.

Uno lo sabe detrás de los estantes de la Biblioteca de Babel. Escudriñando refundido sus idiomas, sus circunferencias, su música.

A los diez años hizo su primera traducción. Luego escribió un manual de animales fantásticos, fruto de la sorpresa de la literatura. Sorpresa que perduró hasta el último día de su vida. Lo imagino sorprendiéndose aún con la relectura de The Paradise Lost, o repasando La Divina Comedia en el italiano que Dante le enseñó. Borges: lector universal.

Piglia lo describe en el primer capítulo de El último lector. Aquel viejo, casi ciego ya, que trata de descifrar lo que dice un libro que tiene ‘Pegado al rostro’ en una biblioteca de México. Un mito.


En otro libro de Piglia –Respiración artificial– se sostiene que Borges es un escritor del siglo XIX nacido en el siglo XX. Y que el primer escritor moderno de América es Arlt. Tal vez sea cierto, pero a Borges se le debe mucho. Es el escritor hispanoamericano más universal del siglo XX, independientemente de las supuestas deudas morales que aún se le reclaman. Le debemos a él, el haber descubierto la broma literaria. La apuesta de manos llenas por la ficción. El amor puro por la literatura. Literatura, en fin.


Uno no es quien para juzgarlo, pero quizás esté hoy deambulando con su presencia tranquila, como un fantasma, por la biblioteca infinita que soñó como paraíso –o infierno–. Quizás hasta pueda hablar con Lugones y Homero, o aquellos extraños guardianes de la Biblioteca de Babel que presintió. Viendo vacía la banca que estaba en Boston y en Ginebra. Caminando por Tlön o inventando nuevos libros. Escribiendo, al fin, la novela infinita de su vida, el "lento crepúsculo de su vida". Diciendo que todo lo que tiene que decir cabe en un cuento.

lunes, 17 de agosto de 2009

Regreso

Recorro de nuevo la carretera que lleva a El Jícaro. Por primera vez significa tanto para mí un cementerio, una rosario, una cruz de madera, un ramo de flores. La tierra es caliente, árida; el bosque seco y espinoso. Pude ver cambiar la entrada al pueblo desde que fui niño. Recuerdo que para entrar, había que esperar la canoa de Miguel, que hacía viajes cortos de una a otra rivera como pasando el Aqueronte no del infierno, sino de un paraíso con clima infernal. Recordé Comala.

Las calles hirvientes fueron las mismas que me vieron ir a la escuela por primera vez. Las que me vieron caminar hacia la iglesia de la mano de mi abuela, y las que volvieron a verme caminar hacia la misma iglesia, cargando su féretro.

Allá no nacen flores –al menos, no de las que pone la gente frente a las tumbas–. Para llorar y adornar a sus muertos, la gente hace flores de papel y complementa los arreglos con hojas de limonario, un arbusto que siempre es verde. Llegamos media mañana y no pasamos a la casa, sino a la tumba. Allá nos esperaba ella, aunque debo admitir que estaba más bien confundido y triste porque su ausencia era más cercana en el lugar donde me despedí de su caja.

Llevamos flores del mercado de Mixco. En un acto mecánico, desespinamos las rosas, las pusimos en la jardinera y las regamos con el agua que llevábamos (tampoco había agua). A ella siempre le gustó diferenciarse de las personas por una ventaja. Un adorno que saliera de lo común. Le gustaba que la gente preguntara por su origen y sus nietos. Cuando llegó a El Jícaro por penúltima vez lo hizo con un sombrero de paseo y lentes oscuros, para Semana Santa. La última vez regresó de forma definitiva en el carro de una funeraria.

Cuando salí de mi pueblo para estudiar en Guatemala en el Subaru viejo de mi padre, lo hice con la certeza de que un día regresaría. Hoy la he perdido, me da miedo pensar que sólo podré regresar vestido de madera, o quizá ni así.

A donde sea que vaya, perteneceré a El Jícaro. Ahora estoy convencido de que esa es una de las pocas certezas que puedo tener respecto a mi futuro. La otra es la certeza de mi muerte. La Diega, que me cargó y me crió cuando era menos que niño (me criaron muchas mujeres) me preguntó cuándo regresaría “de una vez”. Entonces sentí el miedo que se siente al pensar en el propio funeral. “Ay Diega, no sé”, respondí, y la abracé para despedirme.